Os dejamos los extractos que discutiremos en nuestra tertulia:
EXTRACTOS
PARA COMENTAR DE TEORÍA KING KONG
CAPÍTULO 1.
TENIENTAS CORRUPTAS.
Escribo desde la
fealdad, y para las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas,
las mal folladas, las infollables, las histéricas, las taradas,
todas las excluidas del gran mercado de la buena chica. Y empiezo por
aquí para que las cosas queden claras: no me disculpo de nada, ni
vengo a quejarme. No cambiaría mi lugar por ningún otro, porque ser
Virginie Despentes me parece un asunto más interesante que ningún
otro.
Me parece formidable
que haya también mujeres a las que les guste seducir, que sepan
seducir, y otras que sepan casarse, que haya mujeres que huelan a
sexo y otras a la merienda de los niños que salen del colegio.
Formidable que las haya muy dulces, otras contentas en su feminidad,
que las haya jóvenes, muy guapas, otras coquetas y radiantes.
Francamente, me alegro por todas a las que les convienen las cosas
tal y como son. Lo digo sin la menor ironía. Simplemente, yo no
formo parte de ellas. Seguramente yo no escribiría lo que escribo si
fuera guapa, tan guapa como para cambiar la actitud de todos los
hombres con los que me cruzo. Yo
hablo como proletaria de la feminidad:
desde aquí hablé hasta ahora y desde aquí vuelvo a empezar hoy.
Cuando estaba en el paro no sentía vergüenza alguna de ser una
paria, sólo rabia. Siento lo mismo como mujer: no siento ninguna
vergüenza de no ser una tía buena. Sin embargo, como chica por la
que los hombres se interesan poco estoy rabiosa, mientras todos me
explican que ni siquiera debería estar ahí. Pero siempre hemos
existido. Aunque nunca se habla de nosotras en las novelas de
hombres, que sólo imaginan mujeres con las que querrían acostarse.
Siempre hemos existido, pero nunca hemos hablado. Incluso hoy que las
mujeres publican muchas novelas, raramente encontramos personajes
femeninos cuyo aspecto físico sea desagradable o mediocre, incapaces
de amar a los hombres o de ser amadas. Por el contrario, a
las heroínas de la literatura contemporánea les gustan los hombres,
los encuentran fácilmente, se acuestan con ellos en dos capítulos,
se corren en cuatro líneas y a todas les gusta el sexo.
La
figura de la pringada de la feminidad me resulta más que simpática:
es esencial. Del mismo modo que la figura del perdedor social,
económico o político.
(…) Porque el ideal
de la mujer blanca, seductora pero no puta, bien casada pero no a la
sombra, que trabaja pero sin demasiado éxito para no aplastar a su
hombre, delgada pero no obsesionada con la alimentación, que parece
indefinidamente joven pero sin dejarse desfigurar por la cirugía
estética, madre realizada pero no desbordada... nunca me la he
encontrado en ningún sitio. Es probable que incluso no exista.
CAPÍTULO 2.¿TE
DOY O ME DAS POR CULO?
Las
mujeres ganaríamos pensando mejor en las ventajas del acceso de los
hombres a una paternidad activa, más que aprovecharse del poder que
les confiere políticamente la exaltación del instinto maternal. La
mirada del padre sobre el niño constituye una revolución en
potencia. Los padres pueden hacer saber a sus hijas que ellas tienen
una existencia propia, fuera del mercado de la seducción, que poseen
fuerza física, espíritu emprendedor e independiente, y pueden
valorarlas por esta fuerza sin miedo a un castigo inmanente. Pueden
hacer saber a sus hijos que la tradición machista es una trampa, una
restricción severa de las emociones al servicio del ejército y el
Estado.
Porque la virilidad tradicional es una maquinaria tan mutiladora como lo es la asignación a la feminidad. ¿Qué es lo que exige ser un hombre, un hombre de verdad? Reprimir sus emociones. Acallar su sensibilidad. Avergonzarse de su delicadeza, de su vulnerabilidad. Abandonar la infancia brutal y definitivamente. Estar angustiado por el tamaño de la polla. Saber hacer gozar sexualmente a una mujer sin que ella sepa o quiera indicarle cómo. No mostrar debilidad. Amordazar la sensualidad. Vestirse con colores discretos, llevar siempre los mismos zapatos de patán, no jugar con el pelo, no llevar muchas joyas y nada de maquillaje. Tener que dar el primer paso, siempre. No tener ninguna cultura sexual para mejorar sus orgasmos. No saber pedir ayuda. Tener que ser valiente, incluso si no se tienen ganas. Valorar la fuerza sea cual sea tu carácter. Mostrar la agresividad. Tener un acceso restringido a la paternidad. Tener éxito socialmente para poder pagarse las mejores mujeres. (...) Privarse de su feminidad, del mismo modo que las mujeres se privan de su virilidad, no en función de las necesidades de una situación sino en función de lo que exige el cuerpo colectivo. (…) Si no avanzamos hacia ese lugar desconocido que es la revolución de los géneros, sabemos exactamente hacia donde regresamos (…) El capitalismo es una región igualitarista puesto que nos somete a todos y nos lleva a todos a sentirnos atrapados, como lo están las mujeres”.
Porque la virilidad tradicional es una maquinaria tan mutiladora como lo es la asignación a la feminidad. ¿Qué es lo que exige ser un hombre, un hombre de verdad? Reprimir sus emociones. Acallar su sensibilidad. Avergonzarse de su delicadeza, de su vulnerabilidad. Abandonar la infancia brutal y definitivamente. Estar angustiado por el tamaño de la polla. Saber hacer gozar sexualmente a una mujer sin que ella sepa o quiera indicarle cómo. No mostrar debilidad. Amordazar la sensualidad. Vestirse con colores discretos, llevar siempre los mismos zapatos de patán, no jugar con el pelo, no llevar muchas joyas y nada de maquillaje. Tener que dar el primer paso, siempre. No tener ninguna cultura sexual para mejorar sus orgasmos. No saber pedir ayuda. Tener que ser valiente, incluso si no se tienen ganas. Valorar la fuerza sea cual sea tu carácter. Mostrar la agresividad. Tener un acceso restringido a la paternidad. Tener éxito socialmente para poder pagarse las mejores mujeres. (...) Privarse de su feminidad, del mismo modo que las mujeres se privan de su virilidad, no en función de las necesidades de una situación sino en función de lo que exige el cuerpo colectivo. (…) Si no avanzamos hacia ese lugar desconocido que es la revolución de los géneros, sabemos exactamente hacia donde regresamos (…) El capitalismo es una región igualitarista puesto que nos somete a todos y nos lleva a todos a sentirnos atrapados, como lo están las mujeres”.
CAPÍTULO 3. NO SE
PUEDE VIOLAR A UNA MUJER TAN VICIOSA.
Esta
proximidad quedará entre las cosas imborrables: cuerpos de hombres
en un lugar confinado en el que estamos encerradas, con ellos, pero
sin ser como ellos. Nunca iguales, nuestros cuerpos de mujer. Nunca
seguras, nunca como ellos. Somos el sexo del miedo, de la
humillación, el sexo extranjero. Su virilidad, su famosa solidaridad
masculina, se construye a partir de esta exclusión de nuestros
cuerpos, se teje en esos momentos. Es un pacto que reposa sobre
nuestra inferioridad. Sus risas de tíos, entre ellos, la risa de los
más fuertes, de los más numerosos.
Mientras ocurre ellos hacen como si no supieran exactamente qué está pasando. Como llevamos minifalda, como tenemos una el pelo verde y la otra naranja, sin duda, «follamos como perras», así que la violación que se está cometiendo no es tal cosa. Como en la mayoría de las violaciones, imagino. Imagino que, después, ninguno de esos tres tipos se identifica como violador. Puesto que lo que han hecho es otra cosa. Tres con un fusil contra dos chicas a las que han pegado hasta hacerles sangrar: no es una violación. La prueba: si verdaderamente hubiéramos querido que no nos violaran, habríamos preferido morir, o habríamos conseguido matarlos. Desde el punto de vista de los agresores, se las arreglan para creer que si ellas sobreviven es que la cosa no les disgustaba tanto. Es la única explicación que he encontrado a esta paradoja (…) En nuestra cultura, desde la Biblia y la historia de José en Egipto, la palabra de la mujer que acusa al hombre de haberla violado es una palabra que ponemos inmediatamente en duda. He aquí un hecho aglutinador, que conecta a todas las clases sociales, todas las generaciones, todos los cuerpos y todos los caracteres. Pero, ¿cómo explicar que nunca oigamos al adversario: «fulanito ha violado a fulanita, en tales circunstancias»? Porque los hombres siguen haciendo lo que las mujeres han aprendido a hacer durante siglos: llamarlo de otro modo, adornarlo, darle la vuelta, sobre todo no llamarlo nunca por su nombre, no utilizar nunca la palabra para describir lo que han hecho. Se «han pasado un poco», ella estaba «un poco borracha» o bien era una ninfómana que hacía como si no quisiera: pero si ha ocurrido es que, en realidad, la chica consentía. Que haga falta pegarla, amenazarla, agarrarla entre varios para obligarla y que llore antes, después y durante, eso no cambia nada; en la mayoría de los casos, el violador se las arregla con su conciencia: no ha sido una violación, era una puta que no se asume y a la que él ha sabido convencer. A menos que ese no sea un peso demasiado difícil de soportar, también del lado de ellos. Pero no sabemos nada, ellos no dicen nada.
Mientras ocurre ellos hacen como si no supieran exactamente qué está pasando. Como llevamos minifalda, como tenemos una el pelo verde y la otra naranja, sin duda, «follamos como perras», así que la violación que se está cometiendo no es tal cosa. Como en la mayoría de las violaciones, imagino. Imagino que, después, ninguno de esos tres tipos se identifica como violador. Puesto que lo que han hecho es otra cosa. Tres con un fusil contra dos chicas a las que han pegado hasta hacerles sangrar: no es una violación. La prueba: si verdaderamente hubiéramos querido que no nos violaran, habríamos preferido morir, o habríamos conseguido matarlos. Desde el punto de vista de los agresores, se las arreglan para creer que si ellas sobreviven es que la cosa no les disgustaba tanto. Es la única explicación que he encontrado a esta paradoja (…) En nuestra cultura, desde la Biblia y la historia de José en Egipto, la palabra de la mujer que acusa al hombre de haberla violado es una palabra que ponemos inmediatamente en duda. He aquí un hecho aglutinador, que conecta a todas las clases sociales, todas las generaciones, todos los cuerpos y todos los caracteres. Pero, ¿cómo explicar que nunca oigamos al adversario: «fulanito ha violado a fulanita, en tales circunstancias»? Porque los hombres siguen haciendo lo que las mujeres han aprendido a hacer durante siglos: llamarlo de otro modo, adornarlo, darle la vuelta, sobre todo no llamarlo nunca por su nombre, no utilizar nunca la palabra para describir lo que han hecho. Se «han pasado un poco», ella estaba «un poco borracha» o bien era una ninfómana que hacía como si no quisiera: pero si ha ocurrido es que, en realidad, la chica consentía. Que haga falta pegarla, amenazarla, agarrarla entre varios para obligarla y que llore antes, después y durante, eso no cambia nada; en la mayoría de los casos, el violador se las arregla con su conciencia: no ha sido una violación, era una puta que no se asume y a la que él ha sabido convencer. A menos que ese no sea un peso demasiado difícil de soportar, también del lado de ellos. Pero no sabemos nada, ellos no dicen nada.
Sólo
se identifica en prisión a los psicópatas graves, los violadores en
serie que recortan coños con cascos de botella, o a los pedófilos
que atacan a las niñas. Porque los hombres, claro está, condenan la
violación. Lo que ellos practican, eso es otra cosa. (…)
Por
primera vez, alguien valoraba la capacidad de recuperarse de una
violación, más que de largar un florilegio de traumas de forma
condescendiente. Desvalorización de la violación, de su alcance, de
su resonancia. Eso no anulaba nada de lo que había pasado ni borraba
nada de lo que habíamos aprendido aquella noche.
Camille Paglia es, sin duda, la más controvertida de todas las feministas americanas. Propone pensar la violación como un riesgo inevitable, inherente a nuestra condición femenina. Una libertad increíble de des-dramatización. Sí, habíamos salido afuera, a un espacio que no era el nuestro. Sí, habíamos sobrevivido en lugar de haber muerto. Sí, estábamos en minifalda solas sin un tío que nos acompañara de noche, sí, habíamos sido idiotas, y débiles como las niñas aprenden a serlo cuando las agreden. Sí, eso nos había ocurrido a nosotras, pero por primera vez comprendíamos lo que habíamos hecho; habíamos salido de casa, porque en casa de papá y mamá no pasaba nada interesante. Habíamos corrido el riesgo, habíamos pagado el precio, y más que sentir vergüenza por estar vivas podíamos decidir levantarnos y recuperarnos lo mejor posible. Paglia nos permitía imaginarnos como guerrilleras, no tanto responsables personalmente de algo que nos habíamos buscado, sino víctimas ordinarias de algo que podíamos esperar cuando se es mujer y se quiere correr el riesgo de salir al exterior. Ella era la primera que había sacado la violación del horror absoluto, de lo no dicho, de lo que no debe ocurrir nunca. Ella hacía de la violación una circunstancia política, algo que debíamos aprender a encajar. Paglia cambiaba todo: ya no se trataba de negar, ni de morir, se trataba de vivir con. (…)
Camille Paglia es, sin duda, la más controvertida de todas las feministas americanas. Propone pensar la violación como un riesgo inevitable, inherente a nuestra condición femenina. Una libertad increíble de des-dramatización. Sí, habíamos salido afuera, a un espacio que no era el nuestro. Sí, habíamos sobrevivido en lugar de haber muerto. Sí, estábamos en minifalda solas sin un tío que nos acompañara de noche, sí, habíamos sido idiotas, y débiles como las niñas aprenden a serlo cuando las agreden. Sí, eso nos había ocurrido a nosotras, pero por primera vez comprendíamos lo que habíamos hecho; habíamos salido de casa, porque en casa de papá y mamá no pasaba nada interesante. Habíamos corrido el riesgo, habíamos pagado el precio, y más que sentir vergüenza por estar vivas podíamos decidir levantarnos y recuperarnos lo mejor posible. Paglia nos permitía imaginarnos como guerrilleras, no tanto responsables personalmente de algo que nos habíamos buscado, sino víctimas ordinarias de algo que podíamos esperar cuando se es mujer y se quiere correr el riesgo de salir al exterior. Ella era la primera que había sacado la violación del horror absoluto, de lo no dicho, de lo que no debe ocurrir nunca. Ella hacía de la violación una circunstancia política, algo que debíamos aprender a encajar. Paglia cambiaba todo: ya no se trataba de negar, ni de morir, se trataba de vivir con. (…)
Nos
explicaron: “porque el mundo es peligroso; corréis el riesgo de
ser violadas”. Respondimos: “entonces dadnos el derecho de correr
el riesgo de ser violadas”»
He aquí algunas de las reacciones que la narración de mi historia ha suscitado: «¿Y tú has hecho dedo después?» Porque yo contaba que no se lo había dicho a mis padres, por miedo a que me encerraran en una caja fuerte por mi bien. Porque evidentemente había vuelto a hacer dedo. Menos contenta, menos efusiva, pero lo he vuelto a hacer. Hasta que otros punkis me dieron la idea de viajar en tren a golpe de multa no conocía otra manera de ir a un concierto en Toulouse el jueves y a otro el sábado en Lille. Y en esa época, ir a un concierto era más importante que cualquier otra cosa. Justificaba cualquier riesgo. Nada podía ser peor que quedarme en mi habitación, lejos de la vida, cuando ocurrían tantas cosas fuera. Así que seguí yendo a ciudades en las que no conocía a nadie, seguí esperando que las estaciones de tren cerrasen para poder pasar la noche dentro, seguí durmiendo en las entradas de los edificios esperando un tren para el día siguiente. Haciendo como si yo no fuera una chica. Y si nunca me han violado después, he corrido no obstante ese riesgo cientos de veces, simplemente por rondar por la calle. Lo que viví en esa época, a esa edad, fue irremplazable, mucho más intenso que encerrarme en el colegio y aprender la docilidad, o quedarme en casa a hojear revistas. Esos fueron los mejores años de mi vida, los más ricos y bulliciosos, y todas las mierdas que vinieron con ellos, yo encontré la manera de vivirlas. (…)
He aquí algunas de las reacciones que la narración de mi historia ha suscitado: «¿Y tú has hecho dedo después?» Porque yo contaba que no se lo había dicho a mis padres, por miedo a que me encerraran en una caja fuerte por mi bien. Porque evidentemente había vuelto a hacer dedo. Menos contenta, menos efusiva, pero lo he vuelto a hacer. Hasta que otros punkis me dieron la idea de viajar en tren a golpe de multa no conocía otra manera de ir a un concierto en Toulouse el jueves y a otro el sábado en Lille. Y en esa época, ir a un concierto era más importante que cualquier otra cosa. Justificaba cualquier riesgo. Nada podía ser peor que quedarme en mi habitación, lejos de la vida, cuando ocurrían tantas cosas fuera. Así que seguí yendo a ciudades en las que no conocía a nadie, seguí esperando que las estaciones de tren cerrasen para poder pasar la noche dentro, seguí durmiendo en las entradas de los edificios esperando un tren para el día siguiente. Haciendo como si yo no fuera una chica. Y si nunca me han violado después, he corrido no obstante ese riesgo cientos de veces, simplemente por rondar por la calle. Lo que viví en esa época, a esa edad, fue irremplazable, mucho más intenso que encerrarme en el colegio y aprender la docilidad, o quedarme en casa a hojear revistas. Esos fueron los mejores años de mi vida, los más ricos y bulliciosos, y todas las mierdas que vinieron con ellos, yo encontré la manera de vivirlas. (…)
Durante
la violación, llevaba en el bolsillo de mi cazadora Teddy roja una
navaja, mango negro brillante, mecánica impecable, cuchilla fina
pero larga, afilada, perfecta, radiante. Una navaja que yo sacaba con
bastante facilidad en esa época globalmente confusa. Me había
acostumbrado a ella; a mi manera, había aprendido a usarla. Esa
noche, la navaja se quedó escondida en mi bolsillo y la única idea
que me vino a la cabeza fue: sobre todo que no la encuentren, que no
decidan jugar con ella. Ni siquiera pensé en utilizarla. Desde el
momento en que comprendí lo que nos estaba ocurriendo, me convencí
de que ellos eran los más fuertes. Una cuestión mental. Luego me he
dado cuenta de que mi reacción habría sido diferente si hubieran
intentado robarnos las cazadoras. Yo no era temeraria, pero sí
bastante inconsciente. En ese momento preciso me sentí mujer,
suciamente mujer, como nunca me había sentido antes y como nunca he
vuelto a sentirme después. No podía hacer daño a un hombre para
salvar mi pellejo. Creo que habría reaccionado de la misma manera si
hubiera habido un único chico contra mí misma. Era el proyecto
mismo de la violación lo que hacía de mí una mujer, alguien
esencialmente vulnerable. Se domestica a las niñas para que nunca
hagan daño a los hombres, y las mujeres las llaman al orden cada vez
que se saltan esa regla. A nadie le gusta saber hasta qué punto es
un cobarde. Nadie quiere sentirlo en su propia piel. No estoy furiosa
contra mí por no haberme atrevido a matar a uno de ellos. Estoy
furiosa contra una sociedad que me ha educado sin enseñarme nunca a
golpear a un hombre si me abre las piernas a la fuerza, mientras que
esa misma sociedad me ha inculcado la idea de que la violación es un
crimen horrible del que no debería reponerme. Sobre todo, me da
rabia que frente a tres hombres, una escopeta y atrapadas en un
bosque del que no podíamos escapar corriendo, hoy todavía me sienta
culpable de no haber tenido el coraje de defendernos con una pequeña
navaja. (…)
En Las
metamorfosis de Ovidio parece que los dioses pasan el tiempo
queriendo tirarse a mujeres que no están de acuerdo, consiguiendo lo
que quieren por la fuerza. Fácil, para los que son dioses. Y cuando
se quedan embarazadas, encima las mujeres de los dioses se vengan de
ellas. La condición femenina, su alfabeto. Siempre culpables de lo
que nos hacen. Criaturas a las que se responsabiliza del deseo que
ellas suscitan. La violación es un programa político preciso:
esqueleto del capitalismo, es la representación cruda y directa del
ejercicio del poder. Designa un dominante y organiza las leyes del
juego para permitirle ejercer su poder sin restricción alguna.
Robar, arrancar, engañar, imponer, que su voluntad se ejerza sin
obstáculos y que goce de su brutalidad, sin que su contrincante
pueda manifestar resistencia. Correrse de placer al anular al otro,
al exterminar su palabra, su voluntad, su integridad. La violación
es la guerra civil, la organización política a través de la cual
un sexo declara al otro: yo tomo todos los derechos sobre ti, te
fuerzo a sentirte inferior, culpable y degradada. (…) La violación
sirve como medio para afirmar esta constatación: el deseo del hombre
es más fuerte que él, no puede dominarlo. Oímos todavía decir
«gracias a las putas, hay menos violaciones», como si los varones
no pudieran contenerse y tuvieran que descargarse en alguna parte.
Creencia política construida y no evidencia natural —pulsional—
como nos quieren hacer creer. Si la testosterona hiciera de ellos
animales de pulsiones indomables, entonces matarían tan fácilmente
como violan. Y éste no es el caso. Los discursos sobre la cuestión
de la masculinidad están esmaltados con residuos de oscurantismo. La
violación, el acto condenado del que no se debe hablar, sintetiza un
conjunto de creencias fundamentales sobre la virilidad.
Capítulo7.
Buena suerte, chicas.
El
feminismo es una revolución, no un reordenamiento de consignas de
marketing, ni una ola de promoción de la felación o del intercambio
de parejas, ni tampoco una cuestión de aumentar el segundo sueldo.
El feminismo es una aventura colectiva, para las mujeres pero también
para los hombres y para todos los demás. Una revolución que ya ha
comenzado. Una visión del mundo, una opción. No se trata de oponer
las pequeñas ventajas de las mujeres a los pequeños derechos
adquiridos de los hombres, sino de dinamitarlo todo. Y dicho esto,
buena suerte chicas y mejor viaje...
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